jueves, 12 de octubre de 2017

Paisaje Interior


Paisaje Interior
Poemario de Lilia Boscán de Lombardi

Valmore Muñoz Arteaga
Maracaibo, 29 de septiembre de 2017
Teatro Baralt de Maracaibo


Marie Bonaparte, escritora y psicoanalista francesa, pensaba que en un momento de nuestra vida, cuando la madurez se nos mete por los ojos y empezamos a ver y comprender el mundo tal y como es, la naturaleza se transforma en una madre inmensamente ensanchada, eterna, proyectada en el infinito. Quizás debido a que el agua está estrechamente ligada al principio de la Creación Universal junto con el aire (el soplo) del espíritu. Asimismo es el elemento disolutivo por naturaleza. En ese sentido está también al final de la Creación, según lo certifican casi unánimemente numerosos mitos; por otra parte el sol se pone en el horizonte y desciende al inframundo y ya no calienta más, de allí también que los arcaicos esperaran ansiosamente su resurrección en el nuevo amanecer. Por eso es un símbolo de la nueva vida lo que está claro en el sacramento del bautismo. También ella es purificadora y los rituales (baño turco, finlandés, incas, aztecas, romanos y en los misterios de Eleusis) lo simbolizan. El agua, afirma Leonardo Da Vinci, es fuerza motriz de la naturaleza. Es caos sensible, cantará Novalis. El agua es fertilidad y progreso, es caminar de la memoria de la tierra entre sauces de cristal, oleaje de presencias, deslumbramiento del canto que, entre noches proféticas, duerme sin premura en el corazón de los bosques. El agua, al abrir sus brazos, se transforma en transparentes ramas que se desvanecen como aquellas nubes en nuestros pensamientos. El agua se desnuda y se derrama para abrirnos paso hacia nuestros paisajes interiores. Ella, el agua, les da de beber para mantenerlos intactos a la caricia siempre sutil de la memoria. Ese sonido al caer, esa paz del agua, son estos poemas tan líquidos que nos derrama Lilia Boscán de Lombardi en su más reciente libro, este que presentamos hoy: Paisaje Interior.

Un poemario pleno de poemas líquidos, sutiles, pero que no ocultan la aspereza de los días que transitamos, por medio de los cuales nos extiende una invitación a contemplarla como ave solitaria que surca entre palabras que arrecian en medio de la tormenta para asumir, de una buen vez, quién es, pero, sobre todo, quién fue. Poemas que, aunque ella no lo sepa, pero lo intuya, recuerdan al Octavio Paz que sobre las aguas pobladas únicamente por un sol sin nombre y una noche sin rostro, la flor del fuego transita entre maderos tristes, despojos turbios y hombres sin sal, desierto de horas. Poemas plenos de agua que no deja de manar y de susurrar noches oscuras por donde se puede sentir en lento vuelo de las sombras que, como dice Lilia, desdichadas se escapan sin dejar ninguna huella, como si su voz, herida larga por donde se deslizan recuerdos, tratara de imitar a la flor que insiste a pesar de este infierno estéril. La palabra de Lilia, tejida por sus fantasmas para vencer a la muerte, dibuja al agua y a la noche con los mismos colores, cópula para brindar una misma tinta, logrando dolorosamente que la sustancia nocturna vaya mezclándose, poco a poco, con la sustancia líquida del agua. Entonces, así como con muchos de los grandes románticos de la poesía europea, el agua se transforma en una profunda boca que se abre para beberse sus propias oscuridades hasta hacerse más oscura que la presa que devora y así es como hace que la nostalgia sea un grito que atraviesa la noche, cortando la piel destruyéndola.

El agua se hace una con la noche para contarnos, gota a gota, sobre las heridas estremecidas por inviernos al amparo de los poemas de Shakespeare, pero no es el rostro del poeta inglés quien se ofrece presuroso en los poemas de Lilia, más bien, quien parece agitarse entre verso y verso es el santo de la Cruz, aquel tan lejano, pero tan cercano autor del Cántico Espiritual o de La Llama de Amor Viva. San Juan de la Cruz, ese pájaro solitario, sereno de las noches oscuras, el de la eternización de la palabra que busca la cima, aquella que el otro San Juan dijo que estaba junto a Dios, para comprender a Cristo en su plenitud de logos encarnado para la redención, la justificación y la salvación. Ese San Juan de la Cruz, que Lilia conoce muy bien, nos abre a otro camino dentro de los caminos de este libro que presentamos hoy. Poemas líquidos que nos incitan a pensar en Bauman, su universo líquido y su denuncia a la superficialidad del momento. Poemas líquidos que van narrando la noche oscura del alma de Lilia. Que van contando despacio, sin apuros, buscando que el lector escuche con los ojos la respiración lenta de las palabras, su caminar por esta profunda cueva, a veces con temor, a veces sin él, hasta llegar al rincón donde está su tesoro, el tesoro de cada uno. Sí, son poemas líquidos, pero, al mismo tiempo, son poemas que beben de la mística para mostrarnos, una vez más, que la noche oscura del alma es una iniciación espiritual, un tiempo de incubación para que la crisálida se convierta en mariposa. Una desintegración para que se dé la transformación que nos lleve más allá de nuestro horizonte. Thomas Moore dice que hemos de aceptar la noche oscura y vivir en consonancia a ella porque el alma se alimenta de la oscuridad tanto como de la luz. La bajada al mundo subterráneo nos conecta con lo profundo y oscuro, nos conduce al vacío de nuestro ser, hacia una transformación y renovación.

El agua donde chapotean sus palabras parecen darle a Lilia la fuerza para desbordar su sensibilidad mística y crear un mundo dinamizado por un germen que da vida y despierta un ímpetu inagotable. Y es que no se trata de poemas que convocan a la muerte, sino que piensan en el dolor humano aferrado al abandono en la cruz, pero que logra vencerse, logra imponerse por medio del amor que, en algunas oportunidades, son unos ojos en los cuales quedarse para siempre, a veces son unos novios, árboles sagrados que no se detienen, pues son arrastrados por un soplo divino, a veces es un cazador de lunas que colecciona balcones para los novios de Verona, a veces es un hombre con mirada marítima por medio de la cual Lilia aprendió a acariciarse el rostro con su caricia y, en medio de sus intensos dolores propios de almas muy sensibles, demasiado sensibles, recordarle aquí o allá la preeminencia del amor que todo lo puede, pues es capaz de soportarlo todo, incluso la constancia de la muerte que nos alcanza siempre para hacernos invisibles. Memoria que, a pesar de la escoba tras la puerta, siempre llega con detalle, una palabra, la sombra fugaz de un objeto mal puesto en la casa, para intentar abrir las tristezas agolpadas en un solo corazón, pero que nadie conoce, nadie comprende y que la tienta a pensar que la esperanza es cosa banal, gris amenaza. ¿Por qué las sombras me siguen? Se pregunta. ¿Por qué las redes me atrapan? Nuevamente asalta sobre su tristeza la mirada de quien agoniza abandonado en la cruz, un soplo, una caricia, una oración: Ven, no tengas miedo. Y las preguntas comienzan a tener respuestas en el apartamiento, en la lejanía que implica caminar hacia adentro, hacia los paisajes interiores que se desvelan cuando el hombre prefiere el sonido de la lluvia, el mar desde la orilla, la soledad en la penumbra, en el derecho que tenemos de tocar nuestra tristeza con nuestras propias manos en la posibilidad de estar con nosotros mismos para comprender, siempre se termina comprendiendo, que los dolores, como todo lo humano, pasan, tienen un límite, son finitos, y nos resulta sólo una mirada que nos dice “tienes tristes los ojos” para despertar otra vez, porque esa mirada es un pájaro que canta en el huerto del Amado. Lilia llega y dice al pájaro: si no podemos entendernos el uno al otro a través de lenguajes, entendámonos entonces uno a otro a través del amor, ya que en tu canción mi amado es evocado en mis ojos.

En los poemas de Paisaje Interior, Lilia pretende entonces, desde la oscuridad que ha tenido ocasión de conocer, hablarlos sobre la voz que vive allá muy dentro y que, más allá de la memoria, transforma los recuerdos en argumentos sólidos para ser feliz, pues, a pesar de que en esos balcones no están ya los amantes de Verona, ni los abuelos que se asomaban a contemplarse en las callecitas de piedras y en el huerto de las manzanas, Lilia se aferra a su presente, a este instante en el cual puede deletrear el abecedario del amor, puede hundirse en la salud del momento, abandonarse en los ojos de su amante, el eterno, el mismo de siempre, el de tantas batallas, algunas perdidas y otras ganadas, para beberse la presencia viva que lo olvida todo, pasado y porvenir. Unos ojos y una voz, un abrazo permanente por medio de los cuales parece haber comprendido que no se puede poner en juego la vida como un dado que se tira, que, como en la Antigüedad, existe una voluntad filosófica de encontrar la paz del alma a través de la transformación de sí y de la mirada dirigida al mundo. Los cristianos llamamos a esto conversión. Una conversión que estalla en nuestro corazón por medio del perdón. En las líneas de los poemas de este libro hay inquietudes que fueron curadas o que están en vías de ello por medio de una convicción del perdón como acto gratuito que restituye la libertad a aquel que se acusa, en cuanto que le abre un porvenir nuevo, dándole la posibilidad de cambiar. Concede crédito a la libertad del otro. El perdón es don, gracia, pero a un precio caro. Más aún, el perdón es más costoso que el don, ya que el obstáculo que hay que superar requiere un esfuerzo dé más amor. Este poemario que presentamos hoy, más que un libro de poemas que podrán gustar o no, es parte del resultado, al menos eso he sentido, de ese esfuerzo de dar más amor para poder escribir sobre el drama de los otros y escapar del suyo propio, esto, a mis ojos todavía infantiles e inmaduros, es amar hasta el punto de dar la vida, confundiendo dolores, por la vida de los amigos.

Paisaje Interior, nueva colección de poemas de Lilia Boscán de Lombardi, se me antojan también como una especie de explicación de una teología de la angustia personal, muy personal que, durante su lectura, me llevó a recordar, meditar y revisar nuevamente a Kierkegaard y, muy especialmente, a Hans Urs von Balthasar. La angustia que desnuda Lilia en sus poemas, en estos sobre todo, son tensiones, a veces dramáticas, que requieren una redención, pues no se trata de una angustia meramente filosófica, sino, como hemos apuntado, una angustia teológica. Una angustia existencial, pero que logré divisar entre los versos de Lilia a partir de, como apuntaba, Kierkegaard y von Balthasar, es decir, ese desequilibrio tensional que existe en la entraña de los seres humanos. Una angustia que constituye la expresión anímica y patética del drama interior del hombre, es decir, la manifestación de su carácter fronterizo y limítrofe entre el ente y el ser, entre la temporalidad y la eternidad, entre la finitud y la infinitud, esa lenta agonía que se va tejiendo entre la trascendencia y la contingencia. Paisaje Interior son, más que poemas, los testimonios de Lilia de su angustia de su existencia que transcurre entre dos polos que se escapan de su conocimiento, se le diluye entre los dedos, no puede asirlos y la lanzan a ella a un vertiginoso viaje que la ubica directamente frente a la libertad. Angustia que en los poemas de este libro es vivida como experiencia de fe, pues no se trata de una angustia neurótica como la que suele expresar la humanidad moderna que sucumbe fácilmente ante las adversidades de lo cotidiano. La angustia que se desnuda en estos poemas es una más profunda, más vital y determinante, es una angustia frente a Dios, frente a la cruz que grita la pregunta ¿quién soy yo? frente al misterio, frente a Dios y al prójimo. La angustia de Lilia brota de su preocupación amorosa por el prójimo, del cual no puede, por más que lo intente para resguardarse, desolidarizarse y no puede abandonar a su destino. La angustia de Lilia denuncia inocentemente a la angustia de Camus, la desnuda y la deja sin efecto, vacía de contenido, pues la angustia revelada en los poemas de Paisaje Interior, entre noches y memoria, brota del amor, del amor ante la experiencia de la cruz.

Estos poemas que hablan de noches y memoria, de agua y de bosques, de tiempo y tristezas, de la muerte y sus diversas voces y presencias, no son otra cosa que un muy íntimo ajuste de cuentas con todas las Lilias y sus pesares, su determinación a no continuar dejándose seducir por la risa de los espejos que le hablaron siempre de huidas, de esperanzas rotas, de la amargura de cada día todos los días. Usted lo ha escrito, profesora Lilia, lo ha escrito y está ahora colgada en su mirada como verdad suprema, no negociable: “pienso en tu dolor humano, en tu abandono en la cruz. Te imagino en tu morada, en tu casa de cristal. Allá te preguntaré cómo es la eternidad” Esa línea, ese verso que dice “allá te preguntaré” hay allí tanta serenidad, tanta seguridad, tanta certeza, tanta valentía, tanto coraje, tanta fuerza, tanta vitalidad que su libro se sostiene allí, porque allí se sostiene usted, porque allí me sostengo yo, porque allí se sostiene la humanidad entera, en ese no tener miedo que lo supera todo porque el amor todo lo supera, creo que ya lo sabe, creo que ya lo sé, y me siento feliz de que lo sepa, me siento feliz de saberlo, me siento feliz de estar aquí y poder presentar este libro suyo, tan suyo, el más suyo de todos sus libros, y decir, sin temor alguno y con la certeza que sus poemas y los recuerdos que los tejieron: todo será superado. Todo saldrá bien y lo veremos.

Paz y Bien.


martes, 24 de enero de 2017

Adam Dalohul


Trazos fugaces, apenas huellas que se van difuminando en el blanco espacio del papel. Símbolos metálicos de la humanidad o cruces de la vida, líneas que se cruzan en una invitación a la vida y al amor. El origen de la cruz está en el círculo y en su centro, un punto se expande horizontalmente y es el principio femenino; luego lo hace verticalmente y es el principio masculino y en el cruce de ambas líneas nace la cruz que es la vida, el amor. La cruz en el círculo es la expresión de la vida, del amor perfecto; cuando la cruz se aísla y se saca del círculo no significa la vida individual sino toda la humanidad. Cuando Cristo lleva la cruz en el camino del Calvario y muere clavado sobre ella, significa que ha llevado a la humanidad sobre los hombros para redimirla y salvarla, por eso Cristo crucificado es la mejor expresión del amor.
El cristianismo asumió la cruz como símbolo místico del dolor pero su verdadero sentido es de vida y amor. Por eso los trazos artísticos de Adam Dalohul son una manifestación vitalista, un canto de fe y optimismo en el que nos invita a participar asumiendo la cruz no como símbolo de sacrificio y dolor sino como un encuentro de los amantes, trascendente y sagrado.
La sacralidad del círculo se extiende a la cruz que como un árbol de vida se eleva hacia el infinito. El amor vence a la muerte y trasciende el limitado tiempo de la vida. El amor conquista la eternidad. El amor es entrega desinteresada, solidaridad y generosidad sin cálculo, es por ello que de la cruz del amor nace la paz.
La armonía con el propio yo y con los demás es la paz primigenia que nos acerca a Dios. Mientras menos paz individual tengamos, más lejos estaremos de Dios. La conquista más difícil es la de la paz. El afán de dominio de un ser humano sobre otro o de un país más poderoso sobre otro más débil, desencadena la confrontación. Si en vez del entendimiento pacífico prevalecen los sentimientos más turbios del hombre entonces triunfan el dolor y la muerte y la cruz del dolor ennegrece a la tierra y vence a la cruz del amor. La hierba mala nace y crece más rápido que otras plantas beneficiosas para la vida, así también los sentimientos negativos tienden a prevalecer y a dominar sobre los positivos. La lucha entre el bien y el mal nace con la creación de la vida y el combate es permanente.
El hombre es víctima de si mismo, de sus propias pasiones y a veces, arrastra consigo a muchos otros. La crueldad de la guerra hace pensar en lo difícil que es la paz. Se ha definido a la paz como una pausa entre dos guerras lo que nos lleva a la desoladora confirmación de la capacidad humana para provocar destrucción y muerte y del predominio de la oscuridad del mal sobre la luminosidad del bien. Sin embargo, si se toma en cuenta que instintivamente se tiende a la búsqueda de lo placentero, resulta absurdo el enfrentamiento y las luchas humanas que niegan el placer y la tranquilidad de vivir en paz. Si predominara Eros sobre Thánatos, la armonía y la paz dejarían de ser un espejismo y la cruz iluminaría el espacio blanco de la vida.
Lilia Boscán de Lombardi
@liliaboscan
liliaboscan.blogspot.com

La ventana cerrada


Parecía una casa deshabitada aunque conservaba la elegancia y la distinción de una casa importante. El color verde oscuro del portón señorial y de las largas ventanas contrastaba con el blanco de las paredes .Debía ser una casa grande con un bello jardín interior como la mayoría de las casas de ese tipo pero lo curioso es que esta casa siempre estaba cerrada. Muy rara vez se veía abierta una de las ventanas pero con una celosía que no dejaba ver nada hacia adentro aunque alguien, desde allí, podía ver hacia la calle. Yo recordaba historias y leyendas donde doncellas árabes o hermosas castellanas escondían sus amores imposibles o culpables tras la visera de una celosía. Doña Teresa veía el mundo a través de una celosía.
La calle se animaba todos los días con el tráfico incansable de los carros y el caminar apresurado de la gente. Las voces de los buhoneros se mezclaban con la música del bar de la esquina y con los sonidos de las sílabas de las palabras enseñadas a los niños que salían de otra casa: l u lu, n a na, luna. Era la “niña” Jacinta enseñando a leer con su voz gruesa, la palmeta en la mano y el vaso para escupir el chimó, en el suelo.
En otra casa había un pequeño negocio donde vendían estampas de los Santos, de María Lionza con cadenas entre llamas y del Negro Felipe así como también perfumes y esencias diversas. Se comentaba que el dueño era brujo .De esa casa salía todos los días, Aura Emira, vestida toda de blanco como una enfermera y con un maletín de médico en la mano, dispuesta a cumplir el oficio de poner inyecciones a domicilio.
En la casa de la esquina estaba la sastrería de Rafa Rojas que no solo era taller de costura sino lugar de tertulias. Todo el que pasaba, entraba y se quedaba un rato oyendo o participando de la conversación. En esa cuadra todos se conocían, y muchos eran amigos. Las que no salían nunca eran la niña Jacinta y Doña Teresa.
En otra calle, en la siguiente, estaba la panadería de Raymundo que vendía biscochos, acemas, y el pan dulce aliñado. Muchos niños nos reuníamos en la noche, en la casa de la señora Eva a jugar 40 Matas, el juego de las adivinanzas con penitencia o cualquier otro juego. Cuando eran las 8.30 tenía que irme para mi casa pero yo daba un rodeo para no pasar frente a la casa misteriosa de Doña Teresa.
Un día, un movimiento inusual, llamó la atención de los vecinos. De un carro se bajaron varias personas que entraron presurosas al interior de la casa, entre ellas ,un señor con aspecto de médico.
Pasaron varios días y todo volvió a la normalidad pero vimos con extrañeza que la ventana con la celosía estaba abierta todas las tardes. Un señor de mediana edad apareció una tarde en la esquina de la calle y de allí caminaba por toda la cuadra, disminuyendo la marcha cuando estaba frente a la ventana con celosía. Se quedaba parado unos minutos y continuaba caminando hasta llegar a la siguiente esquina. Allí permanecía un corto tiempo y reemprendía la marcha pasando nuevamente por la ventana. Esto lo repetía varias veces hasta que empezaba a anochecer. Vino todos los días durante varias semanas. Algunos días permanecía más tiempo del habitual en la ventana.
El año estaba por terminar, ya se veían los pesebres y los arbolitos en las casas y en los negocios de la ciudad. La gente asistía a las Misas de aguinaldo y compraban juguetes y regalos.
Un día el señor mayor, de pelo blanco, dejó de venir. La ventana con celosía estuvo abierta algún tiempo. Yo pensaba que Doña Teresa estaba allí esperando. Pero él no regresó y la ventana se mantuvo cerrada y no se volvió a abrir nunca más.


Lilia Boscán de Lombardi.
04-06-2006

lunes, 23 de enero de 2017

El color de los sueños - Manuel Ocando

Una noche un niño sueña con un viaje en barco y peces de colores que lo rodean mientras navega. El niño traza el sueño en un papel y su maestra le invita a pintarlo. El niño responde que no lo ha pintado porque no sabe cuál es el color de los sueños.
Este cuento, llamado El color de los sueños, es el que le da nombre a la colección de relatos infantiles de la poeta Lilia Boscán de Lombardi, quien publica, en una hermosa edición, este libro conformado por 15 relatos, más una selección de poemas para niños bajo el título La Ranita Bailarina, magníficamente ilustrado por los miembros más pequeños de su extenso entorno familiar.
El niño del relato se encuentra indeciso sobre el color de sus sueños, pero la dulce respuesta que obtiene de su maestra revela la verdadera naturaleza de estos textos: «El color de los sueños es el mismo de la poesía».
Para quien ha tenido a la poesía como centro de su obra, de su cosmovisión, de su desarrollo profesional y de su vocación materna, la respuesta que pone en boca de la maestra del relato no debe venir como sorpresa. La poesía ha sido el medio de expresión de la autora, quien además se ha destacado como ensayista y docente.
«La poesía aspira, igual que la filosofía, a conocer, sólo que con otras estrategias y recursos» afirmaba el escritor catalán Eugenio Trías, afirmación que entiende bien nuestra poeta, quien en su devenir ha construido una obra poética unida por los temas de la soledad, la melancolía, la memoria y la filosofía, que buscan precisamente conocer, o al menos hacer las preguntas indicadas, como toda buena indagación sobre su experiencia vital.
Este libro de relatos infantiles no debe ser puesto, entonces, en una repisa aparte de la totalidad de su obra, al contrario, es el complemento de lo que ha sido su búsqueda poética, de conocimiento y, ya si se quiere, obteniendo algunas respuestas, porque los cuentos y la poesía incluidos en este libro evocan imágenes, ya no de sombras sino de luces, de colores, de arco iris, del olor a tierra fresca luego de la tormenta; para así encontrarse con un tema recurrente: la persistencia de la memoria. Y que acaso pueda servir esta colección a tal fin: dejar como testamento poético el amor por los afectos y a esperar que todo lo vivido siga vivo en algún lugar.

Manuel Ocando Finol