Paisaje
Interior
Poemario
de Lilia Boscán de Lombardi
Valmore
Muñoz Arteaga
Teatro
Baralt de Maracaibo
Marie
Bonaparte, escritora y psicoanalista francesa, pensaba que en un
momento de nuestra vida, cuando la madurez se nos mete por los ojos y
empezamos a ver y comprender el mundo tal y como es, la naturaleza se
transforma en una madre inmensamente ensanchada, eterna, proyectada
en el infinito. Quizás debido a que el agua está estrechamente
ligada al principio de la Creación Universal junto con el aire (el
soplo) del espíritu. Asimismo es el elemento disolutivo por
naturaleza. En ese sentido está también al final de la Creación,
según lo certifican casi unánimemente numerosos mitos; por otra
parte el sol se pone en el horizonte y desciende al inframundo y ya
no calienta más, de allí también que los arcaicos esperaran
ansiosamente su resurrección en el nuevo amanecer. Por eso es un
símbolo de la nueva vida lo que está claro en el sacramento del
bautismo. También ella es purificadora y los rituales (baño turco,
finlandés, incas, aztecas, romanos y en los misterios de Eleusis) lo
simbolizan. El agua, afirma Leonardo Da Vinci, es fuerza motriz de la
naturaleza. Es caos sensible, cantará Novalis. El agua es fertilidad
y progreso, es caminar de la memoria de la tierra entre sauces de
cristal, oleaje de presencias, deslumbramiento del canto que, entre
noches proféticas, duerme sin premura en el corazón de los bosques.
El agua, al abrir sus brazos, se transforma en transparentes ramas
que se desvanecen como aquellas nubes en nuestros pensamientos. El
agua se desnuda y se derrama para abrirnos paso hacia nuestros
paisajes interiores. Ella, el agua, les da de beber para mantenerlos
intactos a la caricia siempre sutil de la memoria. Ese sonido al
caer, esa paz del agua, son estos poemas tan líquidos que nos
derrama Lilia Boscán de Lombardi en su más reciente libro, este que
presentamos hoy: Paisaje Interior.
Un
poemario pleno de poemas líquidos, sutiles, pero que no ocultan la
aspereza de los días que transitamos, por medio de los cuales nos
extiende una invitación a contemplarla como ave solitaria que surca
entre palabras que arrecian en medio de la tormenta para asumir, de
una buen vez, quién es, pero, sobre todo, quién fue. Poemas que,
aunque ella no lo sepa, pero lo intuya, recuerdan al Octavio Paz que
sobre las aguas pobladas únicamente por un sol sin nombre y una
noche sin rostro, la flor del fuego transita entre maderos tristes,
despojos turbios y hombres sin sal, desierto de horas. Poemas plenos
de agua que no deja de manar y de susurrar noches oscuras por donde
se puede sentir en lento vuelo de las sombras que, como dice Lilia,
desdichadas se escapan sin dejar ninguna huella, como si su voz,
herida larga por donde se deslizan recuerdos, tratara de imitar a la
flor que insiste a pesar de este infierno estéril. La palabra de
Lilia, tejida por sus fantasmas para vencer a la muerte, dibuja al
agua y a la noche con los mismos colores, cópula para brindar una
misma tinta, logrando dolorosamente que la sustancia nocturna vaya
mezclándose, poco a poco, con la sustancia líquida del agua.
Entonces, así como con muchos de los grandes románticos de la
poesía europea, el agua se transforma en una profunda boca que se
abre para beberse sus propias oscuridades hasta hacerse más oscura
que la presa que devora y así es como hace que la nostalgia sea un
grito que atraviesa la noche, cortando la piel destruyéndola.
El
agua se hace una con la noche para contarnos, gota a gota, sobre las
heridas estremecidas por inviernos al amparo de los poemas de
Shakespeare, pero no es el rostro del poeta inglés quien se ofrece
presuroso en los poemas de Lilia, más bien, quien parece agitarse
entre verso y verso es el santo de la Cruz, aquel tan lejano, pero
tan cercano autor del Cántico Espiritual o de La Llama de Amor Viva.
San Juan de la Cruz, ese pájaro solitario, sereno de las noches
oscuras, el de la eternización de la palabra que busca la cima,
aquella que el otro San Juan dijo que estaba junto a Dios, para
comprender a Cristo en su plenitud de logos encarnado para la
redención, la justificación y la salvación. Ese San Juan de la
Cruz, que Lilia conoce muy bien, nos abre a otro camino dentro de los
caminos de este libro que presentamos hoy. Poemas líquidos que nos
incitan a pensar en Bauman, su universo líquido y su denuncia a la
superficialidad del momento. Poemas líquidos que van narrando la
noche oscura del alma de Lilia. Que van contando despacio, sin
apuros, buscando que el lector escuche con los ojos la respiración
lenta de las palabras, su caminar por esta profunda cueva, a veces
con temor, a veces sin él, hasta llegar al rincón donde está su
tesoro, el tesoro de cada uno. Sí, son poemas líquidos, pero, al
mismo tiempo, son poemas que beben de la mística para mostrarnos,
una vez más, que la noche oscura del alma es una iniciación
espiritual, un tiempo de incubación para que la crisálida se
convierta en mariposa. Una desintegración para que se dé la
transformación que nos lleve más allá de nuestro horizonte. Thomas
Moore dice que hemos de aceptar la noche oscura y vivir en
consonancia a ella porque el alma se alimenta de la oscuridad tanto
como de la luz. La bajada al mundo subterráneo nos conecta con lo
profundo y oscuro, nos conduce al vacío de nuestro ser, hacia una
transformación y renovación.
El
agua donde chapotean sus palabras parecen darle a Lilia la fuerza
para desbordar su sensibilidad mística y crear un mundo dinamizado
por un germen que da vida y despierta un ímpetu inagotable. Y es que
no se trata de poemas que convocan a la muerte, sino que piensan en
el dolor humano aferrado al abandono en la cruz, pero que logra
vencerse, logra imponerse por medio del amor que, en algunas
oportunidades, son unos ojos en los cuales quedarse para siempre, a
veces son unos novios, árboles sagrados que no se detienen, pues son
arrastrados por un soplo divino, a veces es un cazador de lunas que
colecciona balcones para los novios de Verona, a veces es un hombre
con mirada marítima por medio de la cual Lilia aprendió a
acariciarse el rostro con su caricia y, en medio de sus intensos
dolores propios de almas muy sensibles, demasiado sensibles,
recordarle aquí o allá la preeminencia del amor que todo lo puede,
pues es capaz de soportarlo todo, incluso la constancia de la muerte
que nos alcanza siempre para hacernos invisibles. Memoria que, a
pesar de la escoba tras la puerta, siempre llega con detalle, una
palabra, la sombra fugaz de un objeto mal puesto en la casa, para
intentar abrir las tristezas agolpadas en un solo corazón, pero que
nadie conoce, nadie comprende y que la tienta a pensar que la
esperanza es cosa banal, gris amenaza. ¿Por qué las sombras me
siguen? Se pregunta. ¿Por qué las redes me atrapan? Nuevamente
asalta sobre su tristeza la mirada de quien agoniza abandonado en la
cruz, un soplo, una caricia, una oración: Ven, no tengas miedo. Y
las preguntas comienzan a tener respuestas en el apartamiento, en la
lejanía que implica caminar hacia adentro, hacia los paisajes
interiores que se desvelan cuando el hombre prefiere el sonido de la
lluvia, el mar desde la orilla, la soledad en la penumbra, en el
derecho que tenemos de tocar nuestra tristeza con nuestras propias
manos en la posibilidad de estar con nosotros mismos para comprender,
siempre se termina comprendiendo, que los dolores, como todo lo
humano, pasan, tienen un límite, son finitos, y nos resulta sólo
una mirada que nos dice “tienes tristes los ojos” para despertar
otra vez, porque esa mirada es un pájaro que canta en el huerto del
Amado. Lilia llega y dice al pájaro: si no podemos entendernos el
uno al otro a través de lenguajes, entendámonos entonces uno a otro
a través del amor, ya que en tu canción mi amado es evocado en mis
ojos.
En
los poemas de Paisaje Interior, Lilia pretende entonces, desde la
oscuridad que ha tenido ocasión de conocer, hablarlos sobre la voz
que vive allá muy dentro y que, más allá de la memoria, transforma
los recuerdos en argumentos sólidos para ser feliz, pues, a pesar de
que en esos balcones no están ya los amantes de Verona, ni los
abuelos que se asomaban a contemplarse en las callecitas de piedras y
en el huerto de las manzanas, Lilia se aferra a su presente, a este
instante en el cual puede deletrear el abecedario del amor, puede
hundirse en la salud del momento, abandonarse en los ojos de su
amante, el eterno, el mismo de siempre, el de tantas batallas,
algunas perdidas y otras ganadas, para beberse la presencia viva que
lo olvida todo, pasado y porvenir. Unos ojos y una voz, un abrazo
permanente por medio de los cuales parece haber comprendido que no se
puede poner en juego la vida como un dado que se tira, que, como en
la Antigüedad, existe una voluntad filosófica de encontrar la paz
del alma a través de la transformación de sí y de la mirada
dirigida al mundo. Los cristianos llamamos a esto conversión. Una
conversión que estalla en nuestro corazón por medio del perdón. En
las líneas de los poemas de este libro hay inquietudes que fueron
curadas o que están en vías de ello por medio de una convicción
del perdón como acto gratuito que restituye la libertad a aquel que
se acusa, en cuanto que le abre un porvenir nuevo, dándole la
posibilidad de cambiar. Concede crédito a la libertad del otro. El
perdón es don, gracia, pero a un precio caro. Más aún, el perdón
es más costoso que el don, ya que el obstáculo que hay que superar
requiere un esfuerzo dé más amor. Este poemario que presentamos
hoy, más que un libro de poemas que podrán gustar o no, es parte
del resultado, al menos eso he sentido, de ese esfuerzo de dar más
amor para poder escribir sobre el drama de los otros y escapar del
suyo propio, esto, a mis ojos todavía infantiles e inmaduros, es
amar hasta el punto de dar la vida, confundiendo dolores, por la vida
de los amigos.
Paisaje
Interior, nueva colección de poemas de Lilia Boscán de Lombardi, se
me antojan también como una especie de explicación de una teología
de la angustia personal, muy personal que, durante su lectura, me
llevó a recordar, meditar y revisar nuevamente a Kierkegaard y, muy
especialmente, a Hans Urs von Balthasar. La angustia que desnuda
Lilia en sus poemas, en estos sobre todo, son tensiones, a veces
dramáticas, que requieren una redención, pues no se trata de una
angustia meramente filosófica, sino, como hemos apuntado, una
angustia teológica. Una angustia existencial, pero que logré
divisar entre los versos de Lilia a partir de, como apuntaba,
Kierkegaard y von Balthasar, es decir, ese desequilibrio tensional
que existe en la entraña de los seres humanos. Una angustia que
constituye la expresión anímica y patética del drama interior del
hombre, es decir, la manifestación de su carácter fronterizo y
limítrofe entre el ente y el ser, entre la temporalidad y la
eternidad, entre la finitud y la infinitud, esa lenta agonía que se
va tejiendo entre la trascendencia y la contingencia. Paisaje
Interior son, más que poemas, los testimonios de Lilia de su
angustia de su existencia que transcurre entre dos polos que se
escapan de su conocimiento, se le diluye entre los dedos, no puede
asirlos y la lanzan a ella a un vertiginoso viaje que la ubica
directamente frente a la libertad. Angustia que en los poemas de este
libro es vivida como experiencia de fe, pues no se trata de una
angustia neurótica como la que suele expresar la humanidad moderna
que sucumbe fácilmente ante las adversidades de lo cotidiano. La
angustia que se desnuda en estos poemas es una más profunda, más
vital y determinante, es una angustia frente a Dios, frente a la cruz
que grita la pregunta ¿quién soy yo? frente al misterio, frente a
Dios y al prójimo. La angustia de Lilia brota de su preocupación
amorosa por el prójimo, del cual no puede, por más que lo intente
para resguardarse, desolidarizarse y no puede abandonar a su destino.
La angustia de Lilia denuncia inocentemente a la angustia de Camus,
la desnuda y la deja sin efecto, vacía de contenido, pues la
angustia revelada en los poemas de Paisaje Interior, entre noches y
memoria, brota del amor, del amor ante la experiencia de la cruz.
Estos
poemas que hablan de noches y memoria, de agua y de bosques, de
tiempo y tristezas, de la muerte y sus diversas voces y presencias,
no son otra cosa que un muy íntimo ajuste de cuentas con todas las
Lilias y sus pesares, su determinación a no continuar dejándose
seducir por la risa de los espejos que le hablaron siempre de huidas,
de esperanzas rotas, de la amargura de cada día todos los días.
Usted lo ha escrito, profesora Lilia, lo ha escrito y está ahora
colgada en su mirada como verdad suprema, no negociable: “pienso en
tu dolor humano, en tu abandono en la cruz. Te imagino en tu morada,
en tu casa de cristal. Allá te preguntaré cómo es la eternidad”
Esa línea, ese verso que dice “allá te preguntaré” hay allí
tanta serenidad, tanta seguridad, tanta certeza, tanta valentía,
tanto coraje, tanta fuerza, tanta vitalidad que su libro se sostiene
allí, porque allí se sostiene usted, porque allí me sostengo yo,
porque allí se sostiene la humanidad entera, en ese no tener miedo
que lo supera todo porque el amor todo lo supera, creo que ya lo
sabe, creo que ya lo sé, y me siento feliz de que lo sepa, me siento
feliz de saberlo, me siento feliz de estar aquí y poder presentar
este libro suyo, tan suyo, el más suyo de todos sus libros, y decir,
sin temor alguno y con la certeza que sus poemas y los recuerdos que
los tejieron: todo será superado. Todo saldrá bien y lo veremos.
Paz
y Bien.