Parecía
una casa deshabitada aunque conservaba la elegancia y la distinción
de una casa importante. El color verde oscuro del portón señorial y
de las largas ventanas contrastaba con el blanco de las paredes
.Debía ser una casa grande con un bello jardín interior como la
mayoría de las casas de ese tipo pero lo curioso es que esta casa
siempre estaba cerrada. Muy rara vez se veía abierta una de las
ventanas pero con una celosía que no dejaba ver nada hacia adentro
aunque alguien, desde allí, podía ver hacia la calle. Yo recordaba
historias y leyendas donde doncellas árabes o hermosas castellanas
escondían sus amores imposibles o culpables tras la visera de una
celosía. Doña Teresa veía el mundo a través de una celosía.
La
calle se animaba todos los días con el tráfico incansable de los
carros y el caminar apresurado de la gente. Las voces de los
buhoneros se mezclaban con la música del bar de la esquina y con
los sonidos de las sílabas de las palabras enseñadas a los niños
que salían de otra casa: l u lu, n a na, luna. Era la “niña”
Jacinta enseñando a leer con su voz gruesa, la palmeta en la mano y
el vaso para escupir el chimó, en el suelo.
En
otra casa había un pequeño negocio donde vendían estampas de los
Santos, de María Lionza con cadenas entre llamas y del Negro Felipe
así como también perfumes y esencias diversas. Se comentaba que el
dueño era brujo .De esa casa salía todos los días, Aura Emira,
vestida toda de blanco como una enfermera y con un maletín de médico
en la mano, dispuesta a cumplir el oficio de poner inyecciones a
domicilio.
En
la casa de la esquina estaba la sastrería de Rafa Rojas que no solo
era taller de costura sino lugar de tertulias. Todo el que pasaba,
entraba y se quedaba un rato oyendo o participando de la
conversación. En esa cuadra todos se conocían, y muchos eran
amigos. Las que no salían nunca eran la niña Jacinta y Doña
Teresa.
En
otra calle, en la siguiente, estaba la panadería de Raymundo que
vendía biscochos, acemas, y el pan dulce aliñado. Muchos niños
nos reuníamos en la noche, en la casa de la señora Eva a jugar
40 Matas, el juego de las adivinanzas con penitencia o cualquier otro
juego. Cuando eran las 8.30 tenía que irme para mi casa pero yo daba
un rodeo para no pasar frente a la casa misteriosa de Doña Teresa.
Un
día, un movimiento inusual, llamó la atención de los vecinos. De
un carro se bajaron varias personas que entraron presurosas al
interior de la casa, entre ellas ,un señor con aspecto de médico.
Pasaron
varios días y todo volvió a la normalidad pero vimos con extrañeza
que la ventana con la celosía estaba abierta todas las tardes. Un
señor de mediana edad apareció una tarde en la esquina de la calle
y de allí caminaba por toda la cuadra, disminuyendo la marcha cuando
estaba frente a la ventana con celosía. Se quedaba parado unos
minutos y continuaba caminando hasta llegar a la siguiente esquina.
Allí permanecía un corto tiempo y reemprendía la marcha pasando
nuevamente por la ventana. Esto lo repetía varias veces hasta que
empezaba a anochecer. Vino todos los días durante varias semanas.
Algunos días permanecía más tiempo del habitual en la ventana.
El
año estaba por terminar, ya se veían los pesebres y los arbolitos
en las casas y en los negocios de la ciudad. La gente asistía a las
Misas de aguinaldo y compraban juguetes y regalos.
Un
día el señor mayor, de pelo blanco, dejó de venir. La ventana con
celosía estuvo abierta algún tiempo. Yo pensaba que Doña Teresa
estaba allí esperando. Pero él no regresó y la ventana se mantuvo
cerrada y no se volvió a abrir nunca más.
Lilia Boscán de
Lombardi.
04-06-2006
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